Perdí muchos años, esos años que uno emplea para crearse un futuro, en bajar la cabeza por temor a lo que decían otros. Y por ese rol de víctima que aprendí desde pequeña, por ser parte de esas familias que Erich Fromm describe muy bien, en donde, o eres una víctima o eres un agresor, yo, con mi rol de víctima bajo el brazo, atraje a mi vida personas que tenían un rol de agresores, que aprendieron a su vez de la mano de sus propias familias.
Y fue hasta que estuve muy grande, muy vieja dirían algunos, que lo comprendí.
Yo toqué fondo en mi propia vida. Y llegó el momento en que mi vida era como estar hundida en un hueco con todas sus paredes lisas: no tenía de dónde agarrarme para salir. Y fue mi hija quien me tendió una mano.
Y un día, caminando por la calle de Atocha, en España, en que miré mi reflejo en el escaparate de una tienda, cuando vi que caminaba diferente, que miraba a los demás diferente, que me sentía feliz, fue cuando comprendí muy adentro de mi corazón, que yo era igual a los demás. Punto.
No era que yo no hacía nada antes de ese momento. No me mal interpreten. Hice muchas cosas. Pero las hice desde mi posición de víctima. De huérfana de la vida. Y claro, las personas que llegaban a mi vida, llegaban por eso mismo… Dicen los alquimistas: “¿Por qué si quiero tener oro, lo único que obtengo es plata? ¿Por qué?”
Seguí terapia muchos años. Estudié 2 carreras. Me inicié en la filosofía hermética y tuve un maestro, pero fue en la calle de Atocha, muchos años después, que me desperté.
Hoy, quiero acompañar a las personas que quieran cambiar sus vidas. Y decirles que el tiempo no se acaba. Que las oportunidades uno las busca y si no las encuentra, se las inventa. Como yo lo he hecho.